Recuerdo las primeras veces que salí a repartir comida caliente a las personas sin hogar, las sensaciones eran indescriptibles. Recuerdo tener ganas de ayudar, respeto a lo desconocido, alegría por saber que estaba haciendo algo bueno y tristeza por no poder ser de más ayuda. Una gran mezcla de sentimientos a flor de piel difíciles de asimilar a la vez.
Sin embargo, el sentimiento que más me sorprendió tener fue el egoísmo. Fue extraño intentar entender porque me sentía así. Era yo el que estaba dando de comer a personas que desgraciadamente no tenían que llevarse a la boca, era yo el que daba su tiempo libre a recorrer Palma con cestas llenas de comida… Pero allí estaba. ¿Por qué me sentía egoísta?
No lo descubrí pronto, ni siquiera puedo decir que hubiese algo que hiciese darme cuenta. Supongo que con el tiempo lo interioricé y un día, al pensar en ese sentimiento, encontrase la respuesta como si la supiese desde hacía tiempo. ¿Era esa ración de comida “pago” suficiente para la sensación de bienestar que sentía al hacer algo como repartir comida? ¿Era “pago” suficiente de aquella sonrisa de gratitud que nos dedicaban al vernos aparecer? ¿Era “pago” suficiente de aquella mirada a los ojos y vocalizar una simple palabra, gracias?
No, por supuesto que no lo era, y sigue sin serlo. Incluso detrás de la embriaguez de muchos de ellos podía notar la gratitud sincera de su sonrisa, de su gracias y de sus abrazos. Y yo solo les daba una ración de comida y un poco de mi tiempo libre mientras hablaba con ellos, sin ser, necesariamente, temas trascendentales.
Ese mismo egoísmo sigo sintiéndolo, es el que me “obliga” a seguir repartiendo, el que me “obliga” a dar mi tiempo libre a los demás. El que me hace disfrutar ayudando en Gooding porque como dijo Nelson Mandela: “Son los cambios que hacemos en los demás, los que determinan la importancia de nuestra propia vida”.